Fotografía de internet
Cap. XI
[...]–¡Y la felicidad también es teórica! –exclamó Augusto,
compungido y como quien habla consigo mismo, y luego–: He decidido sacrificarme
a la felicidad de Eugenia y he pensado en un acto heroico.
–¿Cuál?
–¿No me dijo usted una vez, señora, que la casa que a Eugenia dejó su desgraciado padre...
–Sí, mi pobre hermano.
–[...] está gravada con una hipoteca que se lleva sus rentas todas?
–Sí, señor.
–¿Cuál?
–¿No me dijo usted una vez, señora, que la casa que a Eugenia dejó su desgraciado padre...
–Sí, mi pobre hermano.
–[...] está gravada con una hipoteca que se lleva sus rentas todas?
–Sí, señor.
[...]–Augusto se siente capaz de las más heroicas
determinaciones, de los más grandes sacrificios. Y ahora se sabrá si está
enamorado nada más que de cabeza o lo está también de corazón, si es que cree
estar enamorado sin estarlo. Eugenia, señores, me ha despertado a la vida, a la
verdadera vida, y, sea ella de quien fuere, yo le debo gratitud eterna. Y
ahora, ¡adiós!
La planchadora
Cap. XII
[...]Entró la muchacha llevando el cesto del planchado de
Augusto. Quedáronse mirándose, y ella, la pobre, sintió que se le encendía el
rostro, pues nunca cosa igual le ocurrió en aquella casa en tantas veces como
allí entró
[...]Augusto y con lágrimas en la voz.
–Esa mujer, Rosario, no me quiere... no me quiere... no me quiere. [...] Pero ella me ha enseñado que hay otras mujeres, por ella he sabido que hay otras mujeres[...] y alguna podrá quererme [...] ¿Me querrás tú, Rosario, dime, me querrás tú? –y la apretaba como loco contra su pecho.
–Esa mujer, Rosario, no me quiere... no me quiere... no me quiere. [...] Pero ella me ha enseñado que hay otras mujeres, por ella he sabido que hay otras mujeres[...] y alguna podrá quererme [...] ¿Me querrás tú, Rosario, dime, me querrás tú? –y la apretaba como loco contra su pecho.
[...] El pobre fue a acostarse ardiéndole la cabeza. Y al echarse
en la cama, a cuyos pies dormía Orfeo, se decía: «¡Ay, Orfeo, Orfeo, esto de
dormir solo, solo, solo, de dormir un solo sueño! El sueño de uno solo es la
ilusión, la apariencia; el sueño de dos es ya la verdad, la realidad. ¿Qué es
el mundo real sino el sueño que soñamos todos, el sueño común?»
Y cayó en el sueño.
Y cayó en el sueño.
Pocos días después de esto entró una mañana Liduvina en el
cuarto de Augusto diciéndole que una señorita preguntaba por él.
–¿Una señorita?
–Sí, ella, la pianista.
–¿Una señorita?
–Sí, ella, la pianista.
[...]–Ya sé, señor don Augusto –le dijo solemnemente Eugenia en
cuanto le vio–, que ha comprado usted mi deuda a mi acreedor, que está en su
poder la hipoteca de mi casa.
[...]–He aquí, Eugenia, los documentos que acreditan su
deuda. Tómelos usted y haga de ellos lo que quiera.
[...]–¡Ah, ya, ya caigo; usted se reserva el papel de heroica
víctima, de mártir! Quédese usted con la casa, le digo. Se la regalo.
–Pero, Eugenia, Eugenia...
–Pero, Eugenia, Eugenia...
[...]Quedóse Augusto un momento fuera de sí, [...]y se echó a la calle, a errar a la aventura. Al pasar
junto a una iglesia, San Martín, entró en ella, casi sin darse cuenta de lo que
hacía.
[...]–¡Don Avito! –exclamó Augusto.
–¡El mismo, Augustito, el mismo!
–¡El mismo, Augustito, el mismo!
[...]Porque yo no conocí a mi madre, Augusto, no la conocí; yo
no he tenido madre, no he sabido qué es tenerla hasta que al perder mi mujer a
mi hijo y suyo se ha sentido madre mía. Tú conociste a tu madre, Augusto, a la
excelente doña Soledad; si no, te aconsejaría que te casases.
[...]Cuando al cabo Augusto se despidió de don Avito dirigióse
al Casino. Quería despejar la niebla de su cabeza y la de su corazón echando
una partida de ajedrez con Víctor.
[...]Víctor, aunque el más íntimo amigo de Augusto, le
llevaba cinco o seis años de edad y hacía más de doce que estaba casado, pues
contrajo matrimonio siendo muy joven, por deber de conciencia, según decían. No
tenía hijos.
[...]–Tienes razón, disparato. Perdóname. Pero ¿te parece
bien, al cabo de cerca de doce años, cuando nos iba tan ricamente, cuando
estábamos curados de la ridícula vanidad de los recién casados, venirnos esto?
Es claro, ¡vivíamos tan tranquilos, tan seguros, tan confiados...!
[...]Augusto entró en su casa llena la cabeza de cuanto había
oído a don Avito y a Víctor. A penas se acordaba ya ni de Eugenia ni de la
hipoteca liberada, ni de la mozuela de la planchadora.
[...] [doña Ermelinda] Mira, eso del amor es una cosa de libros, algo que se ha inventado no más que para hablar y escribir de ello. Tonterías de poetas. Lo positivo es el matrimonio. El Código civil no habla del amor y sí del matrimonio. Todo eso del amor no es más que música...
[...]–No sé, ni me importa saberlo. Pero le digo a usted, tía,
que todavía no ha nacido el hombre que me pueda comprar a mí. ¿A mí?, ¿a mí?,
¿comprarme a mí?
[...]Cuando Augusto se encontró ante doña Ermelinda empezó a
darle sus excusas. Estaba, según decía, profundamente afectado; Eugenia no
había sabido interpretar sus verdaderas intenciones. Él, por su parte, había
cancelado formalmente la hipoteca de la casa y esta aparecía legalmente libre
de semejante carga y en poder de su dueña[…] Además, él renunciaba a sus
pretensiones a la mano de Eugenia y sólo quería que esta fuese feliz; hasta se
hallaba dispuesto a buscar una buena colocación a Mauricio para que no tuviese
que vivir de las rentas de su mujer.
–Eres imposible, Mauricio –le decía Eugenia a su novio, en
el cuchitril aquel de la portería–, completamente imposible, y si sigues así,
si no sacudes esa pachorra, si no haces algo para buscarte una colocación y que
podamos casarnos, soy capaz de cualquier disparate.
[...]–¿Te acuerdas, Augusto –le decía Víctor–, de aquel don
Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro?
–El mismo. Pues bien... ¡se ha casado!
[...]Y riñeron por cuestión de unos cuartos más o menos de
pupilaje, y acabó ella por echarle de casa. «¡Adiós, don Eloíno, que le vaya a
usted bien!» «Quede usted con Dios, doña Sinfo.»
Y al fin se ha muerto el tercer marido de esta señora [...] Ahora estoy recogiendo más datos de esta tragicomedia, de esta farsa fúnebre. Pensé primero hacer de ello un sainete; pero considerándolo mejor he decidido meterlo de cualquier manera, como Cervantes metió en su Quijote aquellas novelas que en él figuran, en una novela que estoy escribiendo para desquitarme de los quebraderos de cabeza que me da el embarazo de mi mujer.
–Pero ¿te has metido a escribir una novela?
Y al fin se ha muerto el tercer marido de esta señora [...] Ahora estoy recogiendo más datos de esta tragicomedia, de esta farsa fúnebre. Pensé primero hacer de ello un sainete; pero considerándolo mejor he decidido meterlo de cualquier manera, como Cervantes metió en su Quijote aquellas novelas que en él figuran, en una novela que estoy escribiendo para desquitarme de los quebraderos de cabeza que me da el embarazo de mi mujer.
–Pero ¿te has metido a escribir una novela?
[...]–Tal vez, pero el caso es que
en esa novela pienso meter todo lo que se me ocurra, sea como fuere.
–Pues acabará no siendo novela.
–No, será... será... nivola.
–Y ¿qué es eso, qué es nivola?
–Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit, para leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo: «Pero ¡eso no es soneto! ...» «No, señor –le contestó Machado–, no es soneto, es... sonite. »
–Pues acabará no siendo novela.
–No, será... será... nivola.
–Y ¿qué es eso, qué es nivola?
–Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit, para leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo: «Pero ¡eso no es soneto! ...» «No, señor –le contestó Machado–, no es soneto, es... sonite. »
- Paolo y Francesca de Rimini (1855)
–¡Hola, Rosarito! –exclamó Augusto apenas la vio.
–Buenas tardes, don Augusto –y la voz de la muchacha era serena y clara y no menos clara y serena su mirada.
–Buenas tardes, don Augusto –y la voz de la muchacha era serena y clara y no menos clara y serena su mirada.
[...] «La he estado mintiendo y he estado mintiéndome. ¡Siempre
es así! Todo es fantasía y no hay más que fantasía. El hombre en cuanto habla
miente, y en cuanto se habla a sí mismo, es decir, en cuanto piensa sabiendo
que piensa, se miente. No hay más verdad que la vida fisiológica. La palabra,
este producto social, se ha hecho para mentir. Le he oído a nuestro filósofo
que la verdad es, como la palabra, un producto social, lo que creen todos, y
creyéndolo se entienden. Lo que es producto social es la mentira...»
[...] Si no hubiese más que un solo hombre y una sola mujer
en el mundo, sin más sociedad, sería imposible que se enamorasen uno de otro.
Además de que hace siempre falta la tercera, la Celestina, y la Celestina es la
sociedad. ¡El Gran Galeoto! ¡Y qué bien está eso! ¡Sí, el Gran Galeoto!
- A modo de comentario -Augusto ha comenzado a fijarse en las mujeres, a darse cuenta de su existencia.
Precisamente, Eugenia, la joven que vió en un primer momento, está enamorada de otro.
Con Rosarito, se siente mentiroso.
Veremos los consejos -sobre el matrimonio-, de don Avito y de su amigo Víctor.
El recuerdo de su madre, doña Soledad, hará difícil la elección.
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4 comentarios:
El indolente y falto de voluntad de Augusto que se le agudiza en el estado de enamoramiento en el cual se encuentra, irá descubriendo un mundo donde el amor y las mujeres serán protagonistas. Hasta este momento él solo conocía la forma de ser y de querer de su madre. Ella ya no está, por eso , tendrá que buscar entre otras a la elegida, aunque parece que no sabe muy bien como hacerlo y cuando lo hace....no parece que le vaya a ir del todo bien.
Besos
A este chico solo le faltaba la espoleta... para hacer el tonto, como le dice la criada...
Buenas noches, Luz:
Augusto ese día sale a la calle y descubre la vida con ojos diferentes.
Su situación de monotonía placentera se habría prolongado si el mundo no estuviera ocupado por Eugenias pianistas, Mauricios, Ermelindas…
Tuvo a Rosarito al alcance de la mano. Y desaprovechó la ocasión. El destino siempre juega su baza.
Abrazos
Buenas noches, profesor Ojeda:
La intuición de los buenos criados de Augusto. Recordemos las palabras de Domingo “el filósofo”:
“- Pero yo creo lo que le ha dicho mi Liduvina, que usted debe dedicarse a la política.”
Un abrazo
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